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GINZBURG


La descrubrí gracias a una antología del cuento italiano de cinco soles que rondaba por Quilca. Líneas abajo la reproducción de un ensayo publicado en Las pequeñas virtudes.
Soy un poco parca, pero esta escritora realmente me emociona hasta la mudez.


EL HIJO DEL HOMBRE

Ha pasado la guerra y la gente ha visto derrumbarse muchas casas, y ahora ya no se siente segura en su casa como se sentía tranquila y segura antes. Hay algo de lo que no nos curamos, y pasarán los años y no nos curaremos nunca. Quizá tengamos otra vez una lámpara sobre la mesa, y un jarrón con flores y los retratos de nuestros seres queridos, pero ya no creemos en ninguna de estas cosas, porque una vez tuvimos que abandonadas de repente o las buscamos inútilmente entre los escombros.

Es inútil creer que podemos curamos de veinte años como los que hemos pasado. Aquellos de nosotros que hayan sido perseguidos, nunca volverán a tener paz. Un timbrazo nocturno no puede significar otra cosa que la palabra «policía». Es inútil decimos y repetirnos que tras la palabra «policía» tal vez haya ahora caras amigas a las que podemos pedir protección y ayuda. Esa palabra siempre nos produce desconfianza y espanto. Si miro a mis hijos cuando duermen, pienso, aliviada, que no tendré que despertados en plena noche para huir. Pero no es un alivio pleno y profundo. Siempre tengo la sensación de que el día menos pensado tendremos que volver a levantamos en plena noche y huir, dejandotodo a nuestras espaldas, cuartos tranquilos, cartas, recuerdos, ropas.

Una vez que se ha padecido, la experiencia del mal ya no se olvida. Quien ha visto derrumbarse las casas sabe demasiado claramente cuán frágiles son los jarrones con flores, los cuadros, las paredes blancas. Sabe demasiado bien de qué está hecha una casa. Una casa está hecha de ladrillos y cal, y puede derrumbarse. Una casa no es muy sólida. Puede derrumbarse de un momento a otro. Detrás de los serenos jarrones con flores, detrás de las teteras, las alfombras, los suelos lustrados con cera, está el otro aspecto verdadero de la casa, el aspecto atroz de la casa derrumbada.

No nos curaremos nunca de esta guerra. Es inútil. Jamás volveremos a ser gente serena, gente que piensa y estudia y construye su vida en paz. Mirad lo que han hecho con nuestras casas. Mirad lo que han hecho con nosotros. Jamás volveremos a ser gente tranquila.

Hemos conocido la realidad en su aspecto más tétrico. Ya no nos produce disgusto. Todavía hay quien se queja de que los escritores utilicen un lenguaje amargo y violento, de que cuenten cosas duras y tristes, de que presenten la realidad en sus términos más desolados.

Nosotros no podemos mentir en los libros ni podemos mentir en ninguna de las cosas que hacemos. Acaso sea el único bien que nos ha traído la guerra.

No mentir y no tolerar que nos mientan los demás. Así somos ahora los jóvenes, así es nuestra generación. Los que son mayores que nosotros siguen muy enamorados de la mentira, de los velos y de las máscaras con que se cubre la realidad. Nuestro lenguaje los entristece y los ofende. No comprenden nuestra actitud ante la realidad. Nosotros estamos próximos a las cosas en su sustancia. Es el único bien que nos ha dado la guerra, pero nos lo ha dado sólo a nosotros, los jóvenes. A los que son mayores les ha dado inseguridad y miedo. Nosotros, los jóvenes, también tenemos miedo y nos sentimos inseguros en nuestras casas, pero no estamos indefensos ante este miedo. Tenemos una dureza y una fuerza que quienes nos han precedido no conocieron jamás.

Para algunos, la guerra empezó sólo con la guerra, con las casas derrumbadas y los alemanes, pero para otros empezó antes, durante los primeros años del fascismo, y así, esa sensación de inseguridad y de continuo peligro es todavía más grande. El peligro, la sensación de tener que esconderse, la sensación de tener que dejar de repente el calor de la cama y de las casas, para muchos de nosotros empezó hace muchos años. Se insinuó en las distracciones juveniles, nos siguió hasta los pupitres de la escuela y nos enseñó a ver enemigos en todas partes. Ha sido así para muchos de nosotros, en Italia y en otras partes, y creíamos que un día podríamos caminar en paz por las calles de nuestras ciudades, pero hoy que quizá podríamos caminar en paz, hoy nos damos cuenta de que no nos hemos curado de aquel mal. Nos vemos así obligados a buscar siempre nuevas fuerzas, siempre una nueva dureza que oponer a cualquier realidad. Nos vemos empujados a buscar una serenidad interior que no nace de las alfombras y los jarrones con flores.

No hay paz para el hijo del hombre. Los zorros y los lobos tienen sus madrigueras, pero el hijo del hombre no tiene dónde apoyar la cabeza. Nuestra generación es una generación de hombres. No es una generación de zorros y de lobos. Cada uno de nosotros tendría muchas ganas de apoyar la cabeza en alguna parte; cada uno de nosotros tendría ganas de una pequeña madriguera seca y caliente. Pero no hay paz para los hijos de los hombres. Cada uno de nosotros se ha ilusionado una vez en su vida con poder dormirse sobre algo, adueñarse de una certeza cualquiera, de una fe cualquiera y darle reposo al cuerpo. Pero todas las certezas de entonces nos fueron arrancadas y la fe no es nunca algo sobre lo que al fin se pueda conciliar el sueño.

Y ahora somos gente sin lágrimas. Lo que conmovía a nuestros padres ya no nos conmueve en absoluto. Nuestros padres y la gente mayor que nosotros nos repr6chan la forma que tenemos de criar a los niños. Querrían que mintiésemos a nuestros hijos como ellos nos mentían a nosotros. Querrían que nuestros niños se divirtieran con muñecos de felpa en graciosos cuartos pintados de rosa, con arbolitos y conejos pintados en las paredes. Querrían que cubriéramos de velos y mentiras su infancia, que mantuviéramos para ellos cuidadosamente oculta la realidad en su verdadera sustancia. Pero nosotros no lo podemos hacer. N o lo podemos hacer con niños a los que hemos despertado en plena noche y hemos vestido nerviosamente en la oscuridad, para escapar y escondemos o porque la sirena de la alarma desgarraba el aire. No lo podemos hacer con niños que han visto el espanto y el horror en nuestra cara. No podemos ponemos a contarles a estos niños que los hemos encontrado en una col ni que quien ha muerto ha emprendido un largo viaje.

Hay un abismo insalvable entre nosotros y las generaciones anteriores. Sus peligros eran irrisorios y sus casas se derrumbaban muy rara vez. Los terremotos y los incendios no eran fenómenos que se produjeran continuamente y para todos. Las mujeres hacían punto, le encargaban la comida a la cocinera y recibían a las amigas en casas que no se derrumbaban. Todos meditaban, estudiaban y se ocupaban de construir su vida en paz. Eran otros tiempos y quizá se estaba bien. Pero nosotros estamos atados a nuestra angustia y, en el fondo, nos sentimos contentos con nuestro destino de hombres.


Tomado de: Natalia Ginzburg. Las pequeñas virtudes. Ed. El Acantilado. Barcelona, 2002. 164 pp. Traducción de Celia Filipetto.

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